Hay lugares que huelen a leña y a tierra mojada. Villa Pehuenia en mayo es uno de ellos. A veces parece que el otoño se detiene ahí para mirar cómo el humo de los fogones acaricia el lago Aluminé. Y este año, del 2 al 4 de mayo, ese aire cargado de aromas se llenó de gente, de voces, de fuegos encendidos y ollas burbujeando. Fue la decimonovena edición de la Fiesta Nacional del Chef Patagónico, y no fue una más: fue un verdadero fenómeno de convocatoria. Más de 20.000 personas recorrieron el pueblo en esos tres días, en una postal que rozó lo increíble para una localidad de apenas 2.300 habitantes.
En medio de ese hervidero de turistas, vecinos y cocineros, una neuquina del corazón de la comarca se hizo un lugar con cuchara de palo en mano. Mica Di Lena, de Cutral Co, fue parte de esa marea gastronómica que llevó lo mejor del sabor regional a escena. Participó en los fogones del domingo, esa jornada donde todo es improvisación, juego, creatividad… y camaradería.
“Fue una experiencia hermosa”, dice Mica, todavía con los ojos brillantes. El domingo por la mañana, cuando el curanto comenzaba su cocción subterránea, los chefs se dividieron en grupos. Sobre unas mesas largas aparecieron los ingredientes que habían sobrado de las clases de cocina de los días previos: merluzón, trucha, mariscos, pulpo, pato, cerdo, calabazas, trufas, frutas. Un banquete de sobras convertido en desafío colectivo. La consigna: cocinar algo con lo que hay, y hacerlo en equipo, al aire libre, en un fogón.
Mica integró un grupo formado solo por mujeres. Cocinaron una cazuela de mariscos, una sopa de calabaza con gírgolas y cerdo, y se dieron el gusto de preparar también el postre: frutas asadas, membrillos, manzanas, peras, flambeadas con gin de piñones, sobre una crema inglesa de remolacha y tierra de piñones, una suerte de crumble con grosellas y rosa mosqueta. Un paisaje de sabores que nacieron entre las manos y el viento del sur.
La escena se completó con gente que llegaba a probar platos por un precio simbólico, mientras Donato De Santis, sí, el mismísimo, que apareció sin estar anunciado, recorría los fogones. Las clases magistrales de los días anteriores habían convocado multitudes, sin necesidad de nombres rutilantes: la gente fue por los productos, por los cocineros locales, por el saber que se transmite al calor del fuego. Lo patagónico se puso en valor con fuerza y orgullo.
Hubo diplomas, agradecimientos y hasta el sorteo de una camioneta Toyota, que esta vez se fue para una maestra local. Pero lo que queda, dice Mica, no es el diploma ni las fotos. Lo que queda es haber sido parte, haber cocinado con lo que había, haber representado a Cutral Co en una fiesta que celebra lo que somos.
En un rincón de Villa Pehuenia, cuando ya caía la tarde, entre brasas que todavía humeaban y platos vacíos, alguien dijo: “La cocina también puede ser una forma de contar el territorio”. Y tal vez tenga razón. Porque en esa cazuela, en esa crema rosa, en ese gesto de compartir, Mica llevó el alma de su ciudad a la mesa del sur.








